Ya desde sus comienzos en la antigua Mileto, la actividad filosófica fue considerada por muchos un quehacer iluso e inútil. Podemos recordar, por ejemplo, a la criada de Heráclito, el Oscuro, explotando en carcajadas ante el espectáculo de su señor con el agua hasta el cuello, luego de haber caído en un pozo por estar investigando las estrellas. ¿Qué de bueno puede salir de un hombre que no sabe ni siquiera dónde se apoyan sus pies? Por ello, y ya desde antiguo, la actividad filosófica, junto con ofrecer sus aportes a la reflexión común de la humanidad, también ha debido justificar la necesidad y el valor de su contribución. ¿Qué puede decir la filosofía acerca de asuntos tan concretos como el modelo de desarrollo que se aplica en nuestro país, o acerca de la labor técnica de modernización del Estado? ¿No le faltará, acaso, un contacto más estrecho con los problemas reales de que se ocupan, por ejemplo, la psicología y la economía, tales como la ansiedad creciente de muchos espíritus, o el diseño de modelos que permitan incentivar un sostenido aumento de la riqueza? Por ello, pensamos que conviene, de modo breve, iniciar nuestra exposición con unas palabras acerca del sentido de nuestro aporte. Ello puede ayudar a apreciar mejor el carácter propio de una contribución filosófica a la consideración de estos problemas que a todos nos tocan.
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