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Relaciones transatlánticas y poder difuso

  • Autores: Armin Laschet
  • Localización: Política exterior, ISSN 0213-6856, Vol. 35, Nº 199, 2021, págs. 78-85
  • Idioma: español
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  • Resumen
    • La noche de la caída del Muro, “el caballo de la historia pasó al galope” junto a los jefes de Estado y de gobierno y ya nunca se detuvo. Hace una década, el presidente del gobierno español Felipe González describía con esta hermosa metáfora los históricos acontecimientos de 1989-90. A una y otra orilla del océano Atlántico, los líderes con talento tomaron las riendas. En ambos lados abundaba la confianza. En Washington se hablaba de un “nuevo orden mundial” en el que la “potencia líder de Occidente” se elevaría a la condición de “potencia líder mundial”, y en Países Bajos veían que se aproximaba la “hora de Europa”, en la que los europeos asumirían la responsabilidad sobre su continente agrupados en la Unión Europea.

      A la distancia de 30 años, aquellos acontecimientos siguen representando un punto de inflexión que marca de manera inequívoca el antes del después, lo viejo de lo nuevo. Sin embargo, de la promesa de un nuevo orden mundial liberal apenas queda nada. El intento de utilizar el “momento unipolar” (Charles Krauthammer) para establecer el orden mundial liberal ha fracasado. En su lugar, la nueva fórmula es “orden mundial”. En el juego del poder político global sin árbitro efectivo nos encontramos, por una parte, ante el regreso de la geopolítica y la geoeconomía; por otra, tenemos que constatar que, en un mundo caracterizado por la difusión del poder por todo el planeta, el poderío militar, económico y político no equivale a la capacidad de alcanzar con éxito los objetivos. La pandemia del Covid-19 no es tanto un factor de escisión como un potenciador de las tendencias, las rivalidades y las omisiones existentes.

      Como ha señalado un diplomático japonés, Estados Unidos, con su política de retirarse a plazos, ha dejado un “trono vacío” en la política mundial. Y, tras la crisis de la última década, también Europa está muy pendiente de sí misma. Las relaciones transatlánticas ‒tradicionalmente, las establecidas entre Norteamérica y los países que forman parte de la Unión Europea y de la OTAN‒ no son ajenas a estos acontecimientos. Al contrario, al constituir un subsistema del orden internacional, están experimentando un proceso de transformación que afecta a sus mismos fundamentos.

      Las desavenencias transatlánticas fueron una constante durante la guerra fría, desde la crisis de Suez y la salida de Francia de las estructuras militares de la OTAN hasta las crisis de los misiles de medio y corto alcance, pasando por la “guerra del pollo” (así llamada por los aranceles impuestos en Europa sobre el sector avícola estadounidense) y la de Vietnam. En 1965, Henry Kissinger ya habló de una “relación difícil”. Con todo, las discordancias puntuales del siglo XX no son comparables con las actuales, ya que tanto el orden mundial como el comportamiento de los principales actores han cambiado.

      En principio, dentro del orden bipolar de la guerra fría, las crisis transatlánticas eran resolubles, dado que el peligro soviético eclipsaba cualquier diferencia entre socios. En palabras de John F. Kennedy, ante la amenaza que representaba la URSS, plantearse que “la Alianza pudiese irse a pique por unos pollos” era impensable. Por esta misma razón, en el fondo las asimetrías de poder en la Alianza eran irrelevantes, e incluso deseadas, puesto que, bajo el paraguas estadounidense, la Europa libre podía conseguir estabilidad y peso económico. La Europa del Sur hizo, asimismo, una contribución importante.

      Con la caída de la amenaza soviética, en apariencia desapareció también la presión para cooperar o depender unos de otros. Al mismo tiempo, se amplió el margen de maniobra en materia de política exterior de EEUU, la única potencia mundial superviviente. Como el Viejo Continente perdió importancia para ella, el margen de los europeos aumentó igualmente. De repente, las asimetrías de poder también desempeñaban un papel decisivo en las relaciones transatlánticas. Los desacuerdos en el contexto de la intervención en Irak en 2003 fueron el mejor ejemplo de ello.


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