Caminaba sin apremio, cuando una guayabera blanca, con un ligero aroma de cigarrillos mentolados, se detuvo junto a mí. No vi su rostro, pero sí escuché la pregunta hecha con solemnidad y tono seco: “¿Eres Nicolás?”. Después de asentir con la cabeza, como en una cinta de Sergio Leone, una explosión de vocablos brotó de sus labios. Eran disparos fonéticos –pero sin insultos– y en un castellano muy pulcro. No entendí ni cinco. El hombre estaba visiblemente enojado. Me decía cosas acerca de la historia de su nombre, de su experiencia en el cine, de la falta de memoria
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