Enfrentados a la censura y al orden moral impuesto por el aparato teocrático, los artistas iraníes oscilan entre la autocensura, la obligación de transigir con la administración o el exilio, en Londres o, sobre todo, Los Ángeles. El rap, vilipendiado por las autoridades, que lo califican de “indecente” y prohíben sus conciertos, cuenta con la adhesión de una juventud deseosa de aperturismo político.
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