A partir de las tres primeras películas dirigidas por Xavier Dolan – Yo maté a mi madre (2009), Los amores imaginarios (2010) y Laurence anyways (2012) –, abordaremos el resurgimiento de los fantasmas matricidas en la pubertad. Si el asesinato del padre constituye uno de los pilares del psicoanálisis, el matricidio remite tanto a fantasmas edípicos como arcaicos. ¿Cómo lograr desprender las investiduras del objeto primario y destinarlas a objetos de substitución en la adolescencia? ¿Sobre quién sostenerse para alejar a una madre de mil caras: dedicada, paraexcitante, primer espejo del ser, amorosa y amada; pero también seductora, intrusiva, abusiva y traicionera, que puede, alternativamente, invadir y abandonar… En Dolan, el odio de la madre es crudo, masivo e incontrolable. Proviene del exceso de lo sexual infantil que viene a obstaculizar el trabajo de la represión. De hecho, no permite ninguna separación y hace de la progenitora una divinidad sobrehumana, todo-poderosa, aterradora, al resistir a la agresividad de su hijo con tanta tenacidad y éxito.
Si la trilogía de Dolan bordea toda lógica binaria hetero-normativa –al poner en escena recorridos subjetivos singulares lejos de todo estereotipo–, subsiste de todas formas un punto ciego: la transformación progresiva de los lazos a la imago materna. Odiar a la madre va de la mano con la imposibilidad de abandonarla. El precio: una lucha desenfrenada contra la angustia, la amenaza depresiva e incluso el derrumbe melancólico. Es el hijo, su madre y nadie más. Con esta coyuntura, ¿cómo podría tener lugar la guerra de Tres?
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