Eran cerca las once de la noche cuando sonó el teléfono. Hacía días que no lo apagaba ni para ir a dormir por si tenía que levantarme de la cama y salir corriendo. «Ven —me decía— no sé si es este el momento, pero necesito que estés aquí». Me puse la chaqueta, cogí el coche y me fui directa para allá. Las contracciones eran dolorosas y a menudo teníamos que pausar la conversación y esperar a que pasaran. Mientras tanto él calculaba el tiempo entre una y otra.
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