La condición del pobre ha sido tradicionalmente ensalzada en el cristianismo como fuente de piedad religiosa. En el rostro del pobre se encuentra a Dios, pues es el único testimonio de que somos necesitados. El pobre, en su fragilidad, pone realmente en Dios toda su esperanza y no en los bienes que posee. Esta tradición entra en conflicto con el protestantismo y la economía moderna, que ponen en el trabajo, y no en la simpleza y generosidad, el acento salvífico.
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