Denis Jeambar, Sylvaine Pasquier
Su ascensión en las encuestas corre paralela al deterioro de la salud de Boris Yeltsin y al derrumbamiento de la economía rusa: es vertiginosa. Y es que, por mucho que el señor del Kremlin consiga, como le ocurrió cuando recibió a Jacques Chirac, mantener una buena imagen ante las cámaras, Moscú está especulando ya sobre las oportunidades del general Lebed para ganar la guerra de sucesión. Sólo hay una cosa cierta: si se celebraran unas elecciones ahora mismo, el antiguo oficial paracaidista se las llevaría de calle, mientras que en junio de 1996 apenas obtuvo un 15 por ciento de los votos. Paradójicamente, su destitución del puesto de secretario del Consejo de Seguridad, ocurrida en octubre de 1996 y ordenada por el propio presidente Yeltsin, al que empezaba a hacer sombra, ha reforzado su aura de "hombre providencial" a los ojos de un pueblo desorientado. Tras haber caído en desgracia, el artesano de los acuerdos de paz de Chechenia, que ha demostrado igual eficacia en la mesa de negociaciones y en el campo de batalla, se va imponiendo poco a poco en el paisaje político. Además, acaba de crear su propio partido, el Partido Popular Republicano de Rusia (PPRR) para el que ha reclutado a numerosos hombres de negocios y banqueros influyentes.
De un sólo golpe este atípico aspirante a la presidencia se ha convertido en el hombre a derrotar por una nomenclatura a la que no pertenece, y en la bestia negra de los demás candidatos a la sucesión, como el primer ministro, Viktor Chernomyrdin, el alcalde de Moscú, Luri Lujikov, o el comunista Guenadi Ziuganov. La posibilidad de una victoria de Lebed, al que los medios oficiales se empeñan en desacreditar y en ridiculizar, llamándole "Terminator", o "Napoleonsky", es una pesadilla constante para los nuevos miembros del aparato, cuyas torpezas no duda en denunciar públicamente. Valiéndose de su reputación de hombre íntegro, Lebed promete restaurar "la verdad, la ley y la orden" en una Rusia anárquica, donde la mafia dicta las leyes. Lejos de augurar un futuro prometedor, Alexandre Ivanovich Lebed, que entre sus referencias históricas o literarias se complace en evocar con voz cavernosa la grandeza de Iván el Terrible, no disimula la necesidad de una fase de transición autoritaria para que su país acceda, por fin, a la democracia.
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