Pensar en la ética en la Administración Pública, no debe limitarnos sólo a sus aspectos formales –como las declaraciones juradas que deben presentar los funcionarios, la no intervención en determinados asuntos por incompatibilidad funcional, el desempeño en un marco jurídico transparente, etcétera-, sino que debiera hacernos reflexionar sobre el aspecto menos apreciado por los funcionarios actuantes, cual es el marco de razonabilidad que debe gobernar todo su accionar.
Lejos de posturas que abrevan en la idea de que el funcionario de turno o superior de planta puede hacer lo que le plazca bajo el argumento de la satisfacción del interés público, lo cierto es que el concepto de ‘buena administración’ –entendido como un derecho fundamental del ciudadano- desafía a entender al Derecho Administrativo -en el marco de un Estado social y democrático de Derecho-, como el Derecho del poder público para la libertad solidaria de los ciudadanos, la regulación racional de los intereses generales de acuerdo con la justicia, un ordenamiento jurídico en el que las categorías e instituciones han de estar, como bien sabemos, orientadas al servicio objetivo del interés general. Atrás quedaron, afortunadamente, consideraciones y exposiciones basadas en la idea de la autoridad o el poder como esquemas unitarios desde los que plantear el sentido y la funcionalidad del Derecho Administrativo (Rodríguez-Arana Muñoz, 2014).
Bajo este paradigma, la razonabilidad despunta como límite a la actuación de la Administración Pública -máxime en el ejercicio de facultades discrecionales-, enderezado a la realización de valores éticos muy concretos y normativizados, como se desarrollará a continuación.
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