Entre marzo y abril de 1917, durante una serie de reuniones celebradas En Vicenza y Verona con delegados de los altos mandos francés y británico, Luigi Cadorna, comandante en jefe del Ejército italiano, mencionó por primera vez la “inevitable ofensiva” que desencadenarían los austrohúngaros –posiblemente junto con los alemanes– contra Italia tras haber retirado sus tropas del frente ruso, un análisis compartido por muchos otros. En 1917 no había duda de que el secular imperio de los Habsburgo estaba a punto de sucumbir, y que el golpe de gracia se lo daría precisamente Italia. Ante la progresiva erosión de las fuerzas armadas y las crecientes dificultades de la Monarquía Dual, asfixiada por el bloqueo económico aliado, Carlos tuvo que aceptar la tutela de su poderoso aliado alemán. Por su parte, el káiser Guillermo II se convirtió en comandante en jefe nominal de los ejércitos aliados, y el dúo formado por Paul Hindemburg y Erich Ludendorff asumió de facto la dirección militar de las Potencias Centrales. A cambio de esta pérdida de autonomía Austria-Hungría obtuvo importantes recursos económicos –por valor de cien millones de marcos mensuales– y, sobre todo, humanos y materiales para defender sus fronteras.
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