A lo largo del siglo XII, miles de personas arribaron al Levante desde diferentes rincones del continente europeo. Al igual que los comerciantes estacionales –en cuyas flotas eran transportados–, permanecían en Tierra Santa tan solo algunas semanas o meses, tiempo necesario para visitar los principales sitios y santuarios del cristianismo. De este modo, cada año durante la primavera, grandes contingentes de peregrinos llegaban al reino latino de Jerusalén donde permanecían hasta el otoño, momento en que emprendían el viaje de retorno.
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