Si el país logra sintonizar con la nueva centralidad política europea, pondría en práctica lo aprendido durante la última década y consolidaría la confianza en sí mismo.
España ha sido puesta a prueba durante la última década (2009-2019) al cuestionarse los fundamentos de su prosperidad y su legitimidad como democracia y como Estado. Una experiencia colectiva que merece ponerse en valor, ya que el país ha resistido institucionalmente a pesar de soportar lo que, en términos periodísticos, podría denominarse una tormenta perfecta.
Hagamos una relación de los hechos desde el comienzo de la recesión en 2009 a los procesos electorales de abril y mayo de 2019. En este periodo se han sucedido una crisis económica que llevó a una cuarta parte de la población activa al paro, obligando a adoptar medidas excepcionales que evitasen la intervención europea; el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, que había sustentado el bienestar de los años noventa y principios de 2000; el colapso subsiguiente del sistema financiero; el estallido anti-establishment del 15-M; la judicialización de la corrupción del PP; la abdicación del rey Juan Carlos I y el arranque del reinado de Felipe VI; la aparición del populismo de izquierdas; los cambios de liderazgo en el PSOE; la descomposición de la izquierda socialdemócrata y luego de la derecha popular; la evolución del nacionalismo catalán hacia el soberanismo y la independencia frustrada de Cataluña; la crisis de Estado relacionada con la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la detención de los altos cargos de la Generalitat acusados de sedición y rebeldía; el triunfo de la moción de censura que precipitó la salida de un gobierno que acababa de garantizar la estabilidad presupuestaria hasta el final de la legislatura, y su sustitución por otro con la mayoría parlamentaria más reducida de la historia de la democracia; y, por fin, la emergencia de un partido neofascista que puja por canibalizar al conjunto de lo que fue el centro-derecha, y la victoria de un PSOE con una mayoría parlamentaria escasa, que hará difícil la estabilidad del gobierno en los próximos años.
La fotografía que ofrecen estos acontecimientos es la de un país asediado por situaciones de urgencia que han desestabilizado aspectos puntuales y estructurales del diseño heredado de la Transición. Pero una fotografía que evidencia, también, activos que han permitido soportar crisis sucesivas –incluso simultáneas– forzando un despliegue de acciones que ha conducido a las instituciones al límite de sus posibilidades sin colapsar. Entre los activos está, sin duda, la sociedad española, que ha sabido encajar los embates de la adversidad sin alterar la paz cívica. Una sociedad que ha demostrado su madurez al actuar como un reaseguro de estabilidad que permitió a las instituciones maniobrar sobre los acontecimientos y reconducir sus aspectos más negativos hasta alcanzar soluciones.
Si se echa un vistazo a los países del entorno, España es el único que durante estos años se ha enfrentado a una crisis económica y financiera; una crisis de legitimidad; una crisis territorial y una crisis de Estado. Un sumatorio excepcional de vicisitudes, resuelto con mayor o menor fortuna. Entre otras cosas porque las costuras institucionales gestionaron la presión ambiental con relativa eficacia. Y todo ello pese a la fatiga de materiales que arrastra la Constitución de 1978, puesta en evidencia a lo largo de esta década.
Este balance se ve reforzado si lo comparamos con el resto de países occidentales. No hay que olvidar que casi todos están envueltos en situaciones cuyo desenlace es más negativo y comprometedor que el de España. A ello contribuye que el siglo XXI acumula años, y la ilusión forjada tras la caída del muro de Berlín hace tiempo que fue olvidada. La historia no ha terminado. Ha vuelto con fuerza. Lo evidencia todos los días la agenda de los gobiernos, inundada por un tsunami de problemas que comprometen la viabilidad de la democracia liberal.
Precariedad, miedo y pulsiones populistas La recesión vivida desde 2009 ha impactado con dureza sobre la estabilidad más profunda de las democracias occidentales: aquella que tiene que ver con la confianza en sí mismas. Lo explica David Runciman en su ensayo La trampa de la confianza (2013). Las crisis que acumula este siglo han removido capas íntimas de la psique de las sociedades abiertas. Han repercutido sobre la memoria y dañado el tejido social que alimenta la estructura de clases y la narrativa de los imaginarios que vertebran la historia social. Esto ayuda a entender por qué, aunque las cifras macroeconómicas comenzaron a corregir el escenario de la recesión a partir de 2013, fue después cuando la desconfianza, la incertidumbre y el pesimismo se tradujeron en la aparición de distintas modalidades de populismo que desestabilizan el conjunto de la institucionalidad liberal de Occidente.
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