En los últimos años se ha producido una tendencia que apunta hacia una interpretación restrictiva del ámbito de la libertad de expresión en la jurisprudencia tanto ordinaria como constitucional. Uno de los terrenos en que esto se ha dado de modo más evidente ha sido el de la protección de los símbolos y las instituciones, objeto de una serie de previsiones en el Código Penal en un título dedicado a los delitos contra la Constitución. La aplicación de estos tipos penales ha partido de una concepción sacralizadora de tales símbolos e instituciones, y de la identificación de bienes jurídicos de contenido múltiple y aplicación expansiva. A ello se ha unido en ocasiones el recurso a la figura del discurso del odio, pero sacada de contexto y sin los criterios de interpretación que le son propios, de modo que exagerando su contenido acaba aplicándose a situaciones que en realidad no tienen que ver con ella. Se añade a lo anterior la frecuente presencia de un apreciable subjetivismo o emotividad por parte del órgano judicial a la hora de definir en este tipo de casos los hechos enjuiciados, lo que condiciona fuertemente la posterior calificación de los mismos. De ello se extrae como conclusión que la libertad de expresión se ve desplazada y su eficacia sustancialmente aminorada, en nombre de una incorrecta exclusión de las instituciones y los símbolos de la posibilidad de ser objeto de crítica.
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