La investigación y experimentación en sujetos humanos se realizan desde tiempos inmemoriales y han formado parte del desarrollo de la Medicina. No obstante, desde Hipócrates hasta fines del siglo pasado, la investigación clínica se consideró sólo como “fortuita o causal” en la tesis clásica de que “todo acto médico realizado en seres humanos debía tener per se un carácter clínico (diagnóstico o terapéutico) y, por tanto, beneficente y, sólo per accidens, un carácter investigativo”, basado en el principio del doble efecto o voluntario indirecto1. Es por ello que solamente era aceptado que se realizara en cadáveres, animales y condenados a muerte (seres humanos que “ya eran cadáveres y podían ser redimidos por su colaboración con la ciencia”). A lo largo de todo este periodo, primó absolutamente el principio ético de la beneficencia.
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