Desde los primeros tiempos del cristianismo la Iglesia dio culto a sus mártires y fue aumentando el catálogo de santos con la aprobación del obispo del lugar. El Concilio de Trento afirmó el culto a los santos y a las reliquias y sancionó la autoridad de obispos, el Papa y la Inquisición. Con la creación de la Congregación de Ritos por Sixto V (1588) y las normativas y decretos de los Papas siguientes Urbano VIII y Benedicto XIV se organizaron los procedimientos para la canonización. De este modo la Iglesia logró presentar a la sociedad modelos a seguir, desde una santidad militante con personajes de las nuevas Órdenes religiosas (siglo XVII) al trabajo con huérfanos, enfermos y excluidos (siglo XVIII). En todos los casos se señaló la virtud heroica del santo, incluso en aquellos que no llegaron a subir a los altares.
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