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40 años de reformas en China

  • Autores: Bert Hofman
  • Localización: Política exterior, ISSN 0213-6856, Vol. 32, Nº 186, 2018, págs. 122-135
  • Idioma: español
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  • Resumen
    • ‘Cruzar el río probando las piedras’ fue el método de China para las reformas. El resultado ha sido un modelo de desarrollo que la ha convertido, no sin resistencias, en potencia mundial.

      En diciembre de 2018 hará 40 años que Deng Xiaoping dio comienzo a las reformas en China con un famoso discurso que animaba a los ciudadanos a “emancipar la mente, buscar la verdad de los hechos y unirse todos para mirar al futuro”. Con él concluyó la Conferencia Central de Trabajo sobre Economía de 1978 y se sentaron las bases para el tercer pleno del XI Comité Central del Partido Comunista de China (PCCh). El discurso empleaba con brillantez los pensamientos de Mao Zedong para apartarse del maoísmo, rechazaba los dos “lo que quiera” del sucesor de Mao, Hua Guofeng (“Lo que quiera que Mao dijera, lo que quiera que Mao hiciera”), y desencadenaba décadas de reformas que situarían a China donde hoy se encuentra: la segunda economía del mundo y una de las pocas que pronto dejará de ser un país de rentas bajas para convertirse en uno de rentas altas.

      Es un buen momento para reflexionar sobre las reformas de China. Entenderlas es importante ante todo para aclarar los antecedentes históricos, que siguen cambiando a pesar de los muchos volúmenes que se han dedicado ya al asunto. Entender las pasadas reformas de China y, con ellas, la base del éxito chino es también importante para las futuras reformas del país; entender la senda recorrida, las circunstancias en las que se tomaron decisiones históricas y qué repercusiones tuvieron en el rumbo de la economía china ayudará a los políticos a decidir qué hacer a continuación. Gracias a su éxito económico, cada vez más países ven en China un ejemplo a seguir, un modelo de desarrollo que podría ayudarles a pasar de mendigos a millonarios en el transcurso de una generación.

      El último Congreso del PCCh, celebrado en octubre de 2017, fue el primero en que China se vio también a sí misma como ejemplo. Un extracto del discurso del secretario general, Xi Jinping, muestra un alejamiento de las ambiciones y las aspiraciones del pasado. Al analizar el éxito del país, y por deducción del Partido Comunista, Xi declaraba: “Significa que la senda, la ­teoría, el sistema y la cultura del socialismo con características chinas han seguido evolucionando, iluminando un nuevo camino para que otros países en desarrollo alcancen la modernización. Propone una nueva opción para otros países y naciones que quieran acelerar su desarrollo y, al mismo tiempo, conservar su independencia; y brinda la sabiduría y el método chinos para resolver los problemas que afronta la humanidad”.

      En algunos aspectos, las reformas de China han seguido muchas de las recetas que los economistas convencionales recomendarían. El país se abrió al comercio y a la inversión extranjera, liberalizó gradualmente los precios, diversificó la propiedad, reforzó los derechos de propiedad y mantuvo la inflación bajo control. La (relativa) estabilidad macroeconómica permitió convertir el elevado ahorro en una inversión elevada y en una urbanización rápida, lo que a su vez propició una acelerada transformación estructural y el aumento de la productividad. Pero esto simplifica y ofusca la esencia de las reformas chinas: lo que da interés a la experiencia reformadora es el modo concreto en que se llevó a cabo.

      El método gradual y experimental seguido por China, sobre todo en los primeros tiempos, contrastaba fuertemente con las reformas que emprendieron Europa del Este y la antigua Unión Soviética. Aunque a menudo eran objeto de comparación, las condiciones económicas iniciales, la evolución política y el entorno externo de China y otros países en transición eran demasiado distintos como para que esa comparación resultase de gran utilidad. De modo similar, la comparación con buena parte de las reformas latinoamericanas parece fuera de lugar: países como Brasil, México y Argentina estaban mucho más cerca del sistema de mercado que China en 1978, y sus reformas –liberalización y estabilidad macroeconómica– eran de un orden de complejidad distinto. La prescripción política para Latinoamérica se centraba en estos asuntos, y el “consenso de Washington”, que resumía la receta política para esos países, nunca pretendió ser un modelo de crecimiento o de desarrollo. Por consiguiente, contraponer la estrategia de desarrollo de China con la del consenso de Washington carece de sentido.

      Cuando inició las reformas, China se encontraba entre las naciones más pobres del mundo y era un país predominantemente rural y agrícola. Tenía una historia de apenas 25 años de planificación central, enturbiada por el fracaso del Gran Salto Adelante y los trastornos políticos vividos durante la Revolución Cultural. El país no estaba integrado en la economía mundial y tampoco formaba parte del Consejo de Ayuda Mutua Económica (Comecon, por sus siglas en inglés). En el plano interno –en parte debido al Tercer Frente de Mao, que exigía que cada región pudiera sobrevivir al aislamiento económico en caso de guerra– la industria era ineficiente, pero también estaba mucho menos concentrada que en Europa del Este y en la URSS. Cuando se relajó la planificación central, se hizo posible la competencia entre las regiones y sus empresas, y se evitó la oligarquía económica.

      Al ser graduales, las reformas no hicieron que el capital físico y humano acumulado durante el socialismo se volviera obsoleto como consecuencia de una crisis de transición. Quizá lo más importante fuese que, aunque con el tiempo se efectuaran importantes reformas políticas en el partido y en el Estado, el Estado y el partido gobernante permanecieron intactos de principio a fin, de modo que China pudo centrarse en la transición económica y social.


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