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Resumen de El peligro de los falsos abrazos

M. Edurne Portela

  • ¿Cómo explicar la continuidad de ETA durante la democracia y que la mayoría de sus asesinatos se produjera a partir de 1978? La banda creó un relato victimista apoyado en la idea de que las estructuras represivas no habían cambiado.

    Se ha escrito, hablado, debatido mucho sobre la Transición, sobre pactos y posibilidades perdidas, sobre los márgenes que quedaron fuera de alianzas y prebendas, sobre la institucionalización de una cultura complaciente que ayudó a despolitizar la rebeldía; algunos han culpado a sus protagonistas por no afrontar las deudas pendientes del pasado, otros les han exonerado e incluso beatificado. Es difícil ofrecer un punto de vista que amplíe el debate o profundice en nuestra comprensión de la historia en un artículo de esta extensión, pero voy a intentar hacerlo a través de una reflexión que nace de desear un pasado diferente, una Transición diferente.

    No se trata –o eso espero– de practicar ejercicios inútiles de melancolía, de anhelar un pasado que nunca existió, sino de ofrecer herramientas para situarnos en el presente, particularmente el presente relacionado con la construcción de la convivencia en Euskadi. Estamos en un momento histórico en el que sería pernicioso repetir los patrones de desmemoria y silencio de la Transición. Digo desmemoria y no olvido porque mientras que el olvido no se puede imponer –es algo personal, cada uno recuerda y olvida lo que quiere o puede–, la desmemoria es institucionalizada y responde a intereses políticos. Es el intento, desde el poder, de borrar memorias incómodas o que señalen las injusticias que ha cometido en el pasado ese poder u otros de los que este es, o se convierte en, cómplice. La desmemoria va acompañada de la ausencia de justicia.

    Si se entiende la Transición simplemente como lo que pasaba en el Congreso, como los pactos y negociaciones entre políticos, si se mira desde el punto de vista de lo que ocurría en Madrid, se podría llegar a interpretar –como se ha hecho– que la continuidad de ETA después de la amnistía de 1977 fue una anomalía sin sentido, cuando en realidad era un síntoma violento y perverso del propio devenir de la historia. Durante los últimos años del franquismo y la Transición –alargándola durante los ochenta, pongamos hasta 1987, que es el año en que desaparecen los GAL– la violencia en Euskadi hacía visibles dos grandes errores históricos: por un lado, la continuidad de la violencia política franquista en época de democracia y, relacionado con ella, que el pacto de silencio y desmemoria frente al pasado estaba abocado a ahondar heridas. La retórica victimista de ETA, su explicación del conflicto vasco como continuación de la Guerra Civil y el franquismo, encontraba su justificación en el hecho de que las estructuras represivas no habían cambiado, que la democracia escondía en su seno al monstruo represivo del franquismo. Y como intuyo que igual se me malinterpreta, aclaro desde el principio que no quito un ápice de responsabilidad al mesianismo asesino de ETA, que insistió en que la única vía para la independencia de Euskal Herria era la armada. A cada cual, sus responsabilidades.

    Esto no es óbice para dedicar algo de tiempo a pensar qué habría pasado si se hubiera creado una Comisión de la Verdad durante los primeros momentos de la Transición. Es decir, cómo hubiera cambiado nuestra historia, particularmente en Euskadi, si se hubieran investigado los crímenes del franquismo y se hubiera enjuiciado a los represores, torturadores y asesinos que seguían ostentando cargos en las fuerzas de seguridad del Estado. No sé qué hubiera pasado si a todas las familias españolas y vascas que perdieron seres queridos, casas, negocios, que marcharon al exilio, que fueron encarceladas y “depuradas” se les hubiera concedido verdad, justicia y reparación; si las torturas, los secuestros, los asesinatos, los enjuiciamientos abusivos, los maltratos en las cárceles, las violaciones, las vejaciones, hubieran sido por lo menos investigados; si se hubiera llevado a cabo un mínimo de justicia reparadora para tantas y tantas víctimas del franquismo. Tal vez ETA hubiera sido la misma ETA que hemos conocido. Su retórica mesiánica nunca atendió a razones, tampoco lo hizo su lógica violenta. Pero tal vez muchos de los que en esos primeros y sangrientos años ochenta apoyaron sus acciones –dentro y fuera de Euskadi– no habrían encontrado narrativas para justificarlas…


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