Ignacio Molina Álvarez de Cienfuegos
Uno de los desarrollos más interesantes de la crisis catalana será en el ámbito de las ideas, sobre la legitimidad o no de la independencia en las democracias contemporáneas.
Aunque lo que se conoce como proceso soberanista finalizó en sentido estricto el 27 de octubre de 2017, al fracasar la independencia declarada unilateralmente por una exigua mayoría del Parlamento de Cataluña, parece obvio que todavía no se ha cerrado la crisis territorial más profunda que ha sufrido España en su historia reciente y que el actual momento, iniciado la pasada primavera, tendrá también una dimensión externa relevante.
Hasta la fecha, y usando los conceptos con rigor, el conflicto catalán no se ha llegado nunca a internacionalizar ya que –salvo aspectos relativamente accesorios– su gestión ha correspondido en todo momento a las instituciones españolas. Pero eso no quita que alcanzase gran notoriedad europea e incluso mundial, en especial durante el otoño de 2017, y que muchos de sus ingredientes estén conectados con el exterior. Una conexión observable tanto en varios factores que explican el giro independentista de la Generalitat a partir de septiembre de 2012 –el impacto de la crisis en la zona euro, el ejemplo del referéndum en Escocia o la ola populista que recorre Occidente–, como en muchos de los elementos que determinaron la evolución y el desenlace del procés. Es verdad que consistió en un fenómeno de naturaleza principalmente doméstica, pero los actores catalanes y españoles que lo protagonizaron nunca dejaron de poner la mirada en el escenario internacional para buscar complicidades o erosionar la posición de sus contrincantes.
Cuatro han sido los elementos externos que han influido en el desarrollo de los acontecimientos durante estos seis años: (a) el debate sobre si un territorio que se ha separado de un Estado miembro puede continuar participando en el proceso de integración europea; (b) la diplomacia de contra-secesión llevada a cabo por Madrid; (c) el intento del nacionalismo catalán por ganarse el favor de autoridades y opiniones públicas extranjeras; y (d), más en general, las continuas referencias comparadas a cómo se gestionan otros movimientos independentistas en los países del entorno. El resultado en este terreno de juego exterior puede considerarse por ahora favorable al gobierno de España en lo que respecta a los dos primeros puntos, siendo el balance algo más ambiguo en los dos últimos.
Hoy no existen dudas de que es imposible una “ampliación interna” automática de la UE, ni que la hipotética readhesión de un nuevo Estado requiere la unanimidad de los miembros, ni que ninguna capital reconocería siquiera la estatalidad de quien pretende ignorar el orden constitucional de un socio. También ha quedado claro que la comunidad internacional prefiere una España unida y que, en ausencia de causa alguna que justifique una secesión remedial, no se aceptan procesos ilegales de ruptura de la integridad territorial. De hecho, cuando se mencionan las causas del fiasco de la estrategia procesista, siempre se destaca (junto a la falta de control efectivo del territorio y la ausencia de una mayoría efectiva en la sociedad catalana) el hecho de no haber conseguido ni un solo aliado internacional digno de mención. En el terreno oficial, la diplomacia española ha sido exitosa.
El independentismo ha obtenido, en cambio, varios premios de consolación fuera de las fronteras españolas, beneficiándose de algunos de los errores de acción y, sobre todo, de omisión cometidos por el Estado. Ha conseguido recabar un número nada despreciable de simpatías en ambientes académicos y políticos ideológicamente cercanos a otros nacionalismos periféricos, a la izquierda crítica o a la derecha populista, e incluso en ciertos sectores minoritarios del pensamiento y los partidos mainstream. La mayor parte de estos apoyos no implican sumarse al objetivo de la independencia, mucho menos si se trata de alcanzarla de forma unilateral, pero sí se han producido críticas serias a cómo los poderes públicos españoles han gestionado la crisis. Las autoridades regionales de Quebec, Escocia y Flandes, e incluso el primer ministro belga, condenaron en público la actuación policial del 1 de octubre (que fue criticada casi unánimemente por la prensa internacional), mientras varapalos judiciales en cuatro países europeos han impedido la entrega a España del expresidente Carles Puigdemont y otros políticos huidos a los que el Tribunal Supremo imputa un discutido delito de rebelión.
¿Variaciones con respecto al pasado? Tras el restablecimiento de la autonomía suspendida en aplicación del artículo 155 de la Constitución y la elección de un nuevo gobierno catalán con otro programa nítidamente rupturista, se abre un periodo en el que los aspectos externos seguirán teniendo cierta importancia, aunque habrá variaciones con respecto al pasado reciente. El soberanismo dejará de esgrimir algunos de los argumentos más simplistas antes utilizados, pues ya no podrá ilusionar, o engañar, a propósito de la respuesta por parte de las instituciones europeas o los gobiernos extranjeros. Otros indicios apuntan, en cambio, a una profundización de la dinámica previa y ni siquiera es descartable una apuesta renovada del núcleo más radical de los dirigentes nacionalistas, para forzar la internacionalización del conflicto que no se logró hace un año; un plan que consistiría en aprovechar las futuras sentencias a los políticos ahora en la cárcel para provocar una suerte de insurrección popular que lleve al Estado a reaccionar con violencia, confiando en que esta vez la represión resultante sí propiciase una intervención exterior.
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