La contienda comenzó de un modo muy discreto: en febrero de 2011, tras una serie de manifestaciones que estallaron en Deraa y Damasco en las que se exigía el fin de la corrupción, el movimiento de protesta –en el que participaban todos los grupos étnicos y religiosos del país, así como todos los sectores de la sociedad siria– se extendió a Homs y Hama, y de ahí a Alepo. Y, si bien el Gobierno del presidente Bashar al-Asad respondió con el anuncio de que se producirían “profundas reformas”, también demostró una gran hostilidad hacia los manifestantes, por los que no sentía simpatía alguna, ni mucho menos comprensión ni voluntad de diálogo. Culpó de ello a los “salafistas radicales” y a una “conspiración internacional”, desplegó sus servicios secretos e incluso empleó unidades militares “de élite” para reprimir las protestas. Estos actuaron en forma de ataques armados sobre los manifestantes, así como mediante redadas y arrestos masivos, detenciones arbitrarias y la tortura de decenas de miles de opositores.
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