En 2018 se cumple una década de dos eventos tremendamente influyentes en la deriva del actual orden regional en Asia: por una parte, el tropiezo de la crisis financiera, que afectó principalmente a Europa y EEUU, y que ha desatado toda suerte de fantasmas del pasado, como el auge del proteccionismo y el repliegue identitario hacia posiciones excluyentes y, en algunos casos, xenófobas. Por otro lado,se cumplen diez años de los exitosos Juegos Olímpicos de Beijing, que pusieron broche de oro a cuatro décadas de crecimiento sostenido de la economía china y de la autoconfianza del régimen y los ciudadanos.
Buena parte de las sensaciones, prejuicios y ambiciones que encarnan ambos momentos cruciales se condensan en la emergencia de dos líderes personalistas, que al frente de China y de Estados Unidos respectivamente, actúan de altavoz de sentimientos de fondo: la ira, en Donald Trump, es la voz de los que se sienten marginados por las rentas de la globalización y olvidados por sus propias élites sociales y políticas; la ambición, que encarna Xi Jinping, es la de una China que ha logrado transformarse espectacular –aunque desigualmente– y que en un ambiente de confianza persigue alcanzar su propio “sueño chino”, que en su vertiente más nacionalista implica que China regrese al lugar central que históricamente, y por su magnitud, merece.
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