Carlos Pérez Fernández-Turégano
“Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras nos cuelgan, aunque nunca haya llegado el día de nuestro santo. No lo puedo decir sin lágrimas” (La vida del Buscón llamado Don Pablos, Francisco de Quevedo). Son numerosos los testimonios en la literatura española de los siglos XVI y XVII que acreditan que dos ciudades españolas, Madrid y Sevilla, podían considerarse el “paraíso de los pícaros”, estafadores de poca monta, pero también de asesinos y maleantes de la peor calaña, habitadores unos y otros de los bajos fondos de la sociedad. La crisis económica iniciada hacia 1580 condujo a muchos desfavorecidos a buscar en las Indias un medio de vida honrado que pusiera fin a sus penurias, pero aquellos que por diversas razones se quedaron en la Península intentaron ganarse el pan a través de una actividad delictiva castigada severamente por las autoridades, desbordadas tanto por el número de delitos como por la falta de medios materiales y humanos para hacer frente a esta importante lacra. Una ilustración de Ganbat Badamkhand reconstruyendo el interior del patio de la cárcel Real de Sevilla en torno a comienzos del siglo XVII, es el perfecto complemento para este artículo.
© 2001-2025 Fundación Dialnet · Todos los derechos reservados