A pesar de las resistencias que encuentra, el pontífice no renuncia a su voluntad de impulsar un cambio en el mundo. Su prioridad en política exterior es en estos momentos el continente asiático, especialmente China.
Ahora que se cumplen cinco años de la elección del cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, como sucesor del Apóstol Pedro al frente de la Iglesia católica, se han multiplicado los balances y valoraciones sobre este lustro del primer pontífice latinoamericano, y jesuita por más señas. La mayoría de comentarios han versado sobre el carácter revolucionario de su acción dentro de la Iglesia: reforma de la Curia Romana, tolerancia cero respecto a los abusos sexuales de algunos sectores del clero, reestructuración de la administración económica y financiera de la Santa Sede, renovación del colegio cardenalicio y de algunos episcopados nacionales. No es este el objetivo del artículo, aunque me permito apuntar que hay casi coincidencia total en señalar que, a pesar de las resistencias que encuentra, el pontífice no renuncia a sus planes, convencido como está de que se trata de procesos largos y complejos cuya solución requiere muchos años pero que, en su opinión son irreversibles.
Al hablar de la geopolítica de la Iglesia católica conviene subrayar dos aspectos: el primero es que su política exterior no está condicionada por la defensa de intereses militares o económicos y, en segundo lugar, que por su historia bimilenaria, los suyos no son planes a corto plazo sino más bien a medio o largo. La diplomacia vaticana actúa, además, sin recurrir a amenazas, chantajes o sucias maniobras. Como ha declarado el secretario de Estado, cardenal Pietro Parolin, a la revista Il Regno en agosto de 2017, "la diplomacia de la Iglesia católica es una diplomacia de paz. No tiene intereses de poder: ni político, ni económico, ni ideológico" ...
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