“La historia de la pena es la de su continua agonía”, escribió Ihering.2 Y añadió: “Cuando crece la idea de Derecho, van muriendo las penas, pues la aplicación de medios punitivos se halla en relación inversa con la plenitud del ordenamiento jurídico y la madurez de los pueblos”.3 Ciertamente de modo periódico surgen movimientos que proponen una solución no jurídico-penal a los conflictos que llamamos delitos. En general, tales movimientos están regidos por criterios humanistas. Sus impulsores consideran, con razón, que el Derecho penal estatal genera una despersonalización del conflicto e incluso incrementa el resentimiento y el enfrentamiento interpersonal entre autor y víctima. Por ello, concluyen que lo razonable sería renunciar al Derecho penal público y proceder a una devolución del conflicto a la víctima y al autor –o a la sociedad- para que éstos alcancen un acuerdo entre sí: ésta es la tesis básica del abolicionismo o de las doctrinas de sustitución de la pena por una composición entre autor y víctima (Täter-Opfer-Ausgleich), etcétera.
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