Introducción: el indócil corazónHace algo más de treinta años, una gélida tarde de noviembre de 1960, en el Aula Máxima de la adusta Universidad se congregaban el pensamiento, la industria, el estudiantado, el ejército, la banca y la iglesia, a rendir homenaje al maestro de maestros. El discurso académico fue asignado, por unanimidad paradojal, a un estudiante de quien, con razón, se esperaba antes una diatriba que un elogio. «Desde hace largos años se trabó un entente cordial entre el maestro severo y cierto estudiante insurrecto - decía el orador- que se obstinaba en meterse en sus sueños como en plaza fuerte. Expulsado del claustro, agregaba el insurrecto, llevó por muchos caminos su planta andariega y su indócil corazón errabundo. Trataba de cumplir su propio horóscopo, y antes de aceptar las viejas tablas se refugiaba en la utopía, con vasto gesto mesiánico. No podía expresar con claridad su mensaje, pero lo afirmaba intuitivamente como un presentimiento auroral». Enseguida entró el expositor en disquisiciones académ icas profundas, sobre la educación y las metodologías para irrigar en el almajuvenil y para sembrar en ella. «La escuela, decía, tiene una misión normativa, no simplemente forrnativa. No puede limitarse a alojar en la mente ajena, como si fuera una bodega, una serie de conocimientos superpuestos y datos eruditos. Poco vale cargar al hombre de fardos intelectuales, si ese saber no se absorbe hasta consubstanciarse con el sujeto, dándole una disciplina interior y sirviéndole como vía de comunicación con el mundo. Al proceso orgánico de humanización, concluía, se le llama cultura».
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