El zombie, al menos a partir de la figura que inaugura George A. Romero, constituye una metáfora política. Romero, en efecto, subvierte la pasividad del rebaño hambriento por una monstruosidad que interpela al espectador y su contexto, en tanto trasciende el plano de la criatura extraña hasta una alteridad, por momentos, demasiado idéntica. El golpe estético está precisamente en devolver lo abyecto, lo expulsado como anormal de sí. El zombie romeriano da sustento a una rebelión encarnada contra estatutos morales, higiénicos, estéticos, políticos. Poniendo entre signos de interrogación la pureza de la vida (biopoder eugenésico) y a la inevitabilidad e irreversibilidad de la muerte, el lugar de resistencia zombie es el cuerpo.
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