Los treinta y cinco días y noches que Napoleón pasó en Moscú han devenido el acontecimiento central –y fatal– de la invasión de 1812. La entrada en Moscú fue la cima de su éxito, y su partida, el comienzo de la terrible retirada que lo condujo a la derrota. Afincado en la capital sacra de Rusia, el emperador francés sobrestimó la desmoralización del ejército enemigo tras la batalla de Borodinó, fue incapaz de prever la disposición de los rusos para resistir –impensable para los europeos occidentales– y subestimó la resolución del emperador Alejandro I para combatir hasta el final. El Gran incendio de Moscú, que destruyó tres cuartas partes de la ciudad, cogió a Napoleón desprevenido y tuvo un efecto negativo en su ejército.
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