Francisco Javier Hernández Quezada
La representación del elemento fáunico ha sido una constante en las letras mexicanas, la cual ha adquirido, a través de los años, diversos significados. Ahí está, por hablar de un ejemplo, el valor que para Juan José Arreola adquieren los animales consignados en el famoso Bestiario (1958), justo en el momento en que los analiza y transcribe; ahí está también, por hablar de una consecuencia relacionada con el trabajo del jalisciense, Álbum de zoología (1985), de José Emilio Pacheco: libro antológico donde el escritor se acerca con seriedad y presteza a lo que Federico García Lorca llamó la «otra mitad» al abordar el tema de los insectos y describir la relación que mantienen con el ser humano. Es un hecho, pues, que «partiendo» de esta historia relativa a la fauna literaria podemos entender las variaciones formales e ideológicas de un bestiario mexicano, sobre todo si tomamos en cuenta las aportaciones hechas por algunos narradores nacidos en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado: precisemos, aportaciones que se vinculan con un concepto de «animal» diferente, el mismo que, con frecuencia, se contrapone al de «hombre». Concretamente hablando, dos autores que se han dado a esta tarea son Ricardo Guzmán Wolffer y Bernardo Esquinca, quienes en Bestias (2005) y La octava plaga (2011), nos hacen pensar en los cambios y las modificaciones que se han dado al respecto.
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