La agricultura se ha vuelto una prioridad. Entre 2007 y 2008 los precios de los alimentos han sufrido alzas inéditas, sus valores se han duplicado y hasta triplicado, provocando movilizaciones urbanas: ¿revueltas del hambre', sobre todo en una veintena de países en África, una decena en Asia, y tanto en países emergentes (Indonesia o México) como en países muy pobres (Haití o Nigeria). La alarma en el resto del mundo fue brutal. Se creía que el problema de las penurias alimentarias se estaba regulando y que las hambrunas no eran más que casos locales excepcionales. En los países del Norte se vivía la ilusión de la abundancia agrícola: no se pensaba más que en reducir los excedentes y hacer menos productiva la agricultura. Pero en pocas semanas surgió el antiguo miedo malthusiano de carencia alimentaria y, por primera vez, el fenómeno se volvió mundial. A ello se añadió la crisis energética y la crisis financiera con el trasfondo de una crisis ecológica latente. En 2008, el Banco Mundial preconizó invertir más en la agricultura de los países en desarrollo. Tres elementos justificaban esta reinversión: primero, los objetivos fijados en términos de desarrollo "consistentes en reducir a la mitad hasta el 2015 la proporción de población que vive en la extrema pobreza y sufre hambre crónica". Los más pobres son de hecho mayoritariamente rurales y agricultores. Segundo, cumplir el reto alimentario en el horizonte de 2050, cuando el planeta cuente con unos 9 mil millones de habitantes. Tercero, la adaptación al cambio climático, que se traducirá en un aumento de las temperaturas, una modificación del régimen de las precipitaciones, un mayor número de fenómenos extremos (sequías, inundaciones, tempestades), con una significativa disminución del rendimiento de ciertas regiones ya frágiles.
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