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Resumen de EI / Daesh, nuevo Estado revolucionario

Stephen M Walt

  • La naturaleza e impacto del EI son similares a los de Estados revolucionarios anteriores. Sus posibilidades de contagio son pequeñas, pero la responsabilidad de contenerlo recae sobre todo en las potencias regionales. Cuanto más intervenga EEUU, más fortalecerá al EI.

    Las brutales tácticas y el extremismo religioso que caracterizan al Estado Islámico (EI, ISIS o Daesh) hacen de este, a ojos del ciudadano medio, una amenaza inusualmente peligrosa y temible como ninguna otra. Según las declaraciones de sus líderes, el grupo quiere aniquilar a los infieles, imponer la sharia o ley islámica en todo el mundo y precipitar el regreso del Profeta. Los soldados de a pie del EI persiguen estos objetivos con crueldad asombrosa.

    A diferencia de su alma máter, Al Qaeda, que apenas mostraba interés por el control territorial, el EI sí busca asentar los cimientos de un Estado real sobre las zonas bajo su poder: ha impuesto una autoridad clara, ha implantado sistemas fiscales y educativos y ha puesto en marcha una sofisticada operación propagandística. El EI se arroga la condición de califato y rechaza el paradigma estatal internacional, pero un Estado sigue equivaliendo al territorio administrado por sus dirigentes. Como ha dicho Jürgen Todenhöfer, periodista alemán que visitó áreas de Irak y Siria controladas por el EI en 2014: "Tenemos que entender que el EI se ha convertido en un país".

    No obstante, el EI no es el primer movimiento extremista que combina actitudes violentas, ínfulas de grandeza y control territorial. Dejando a un lado su faceta religiosa, se trata de la última de una larga lista de organizaciones revolucionarias que quisieron construir Estados sorprendentemente similares, en varios aspectos, a los regímenes nacidos de las revoluciones francesa, rusa, china, cubana, camboyana o iraní. Estas se mostraron tan hostiles ante el Derecho Internacional como el EI, y también ejercieron una despiadada violencia para eliminar o intimidar a sus rivales y demostrar su poder al mundo.

    Los episodios anteriormente mencionados resultan tranquilizadores cuando consideramos al EI hoy día, pues muestran que las revoluciones suponen un peligro serio únicamente cuando en ellas se ven implicadas grandes potencias, ya que solo estas se han mostrado capaces de extender sus principios revolucionarios. El EI jamás llegará a ser una gran potencia y, aunque se ha forjado simpatías en el extranjero - tal como hicieron las primeras revoluciones -, su ideología es demasiado provinciana y su poder demasiado reducido para provocar levantamientos similares más allá de las fronteras de Irak y Siria.

    La historia también nos enseña que los empeños exteriores por sofocar un Estado revolucionario suelen ser contraproducentes, pues refuerzan a los sectores más duros y dan más oportunidades a la expansión de la revolución. Hoy día, los esfuerzos de Estados Unidos por - parafraseando a Barack Obama - "desgastar y en última instancia destruir" al EI podrían ayudarlo a ganar prestigio, fortalecerían sus argumentos acerca de la hostilidad occidental hacia el islam y reafirmarían su autoadjudicado papel de defensor acérrimo de la comunidad musulmana. Lo recomendable es ser pacientes y esperar que los actores locales contengan a los radicales, manteniéndose EEUU en un segundo plano. Este enfoque exige ver al EI como lo que realmente es: un movimiento pequeño, débil y sin recursos, que no supone una amenaza de seguridad real salvo para los desafortunados que caen bajo su control.

    Cuando los extremistas toman el poder Las revoluciones sustituyen a un Estado existente con otro que se fundamenta en principios políticos distintos. Estos alzamientos siempre están liderados por un grupo rebelde o de vanguardia, como los bolcheviques en Rusia, el Partido Comunista en China, los jemeres rojos en Camboya o el ayatolá Jomeini y sus seguidores en Irán. En ocasiones, los movimientos revolucionarios derrocan regímenes por sí mismos y otras veces aprovechan vacíos de poder después de que el viejo orden se derrumbe por otras razones.

    Las revoluciones son alzamientos violentos cuyo objetivo es siempre superar alguna gran adversidad, de modo que sus líderes necesitan altas dosis de buena fortuna para derribar el régimen y consolidar después el poder. Asimismo, deben convencer a sus seguidores de que asuman importantes riesgos y superen la natural inclinación a dejar que sean otros los que luchen y mueran por la causa. Los movimientos revolucionarios suelen recurrir a una combinación de incentivo, intimidación y adoctrinamiento para garantizar la obediencia y alentar el sacrificio, justo como hace el EI actualmente. En particular, las revoluciones aportan ideologías diseñadas para justificar métodos extremos y persuadir a sus seguidores de que sus sacrificios darán fruto. El contenido concreto de estas creencias varía, pero su meta es siempre hacer creer a sus seguidores que es fundamental reemplazar el orden existente y que su lucha está llamada a triunfar. Las ideologías revolucionarias suelen recurrir a tres métodos para ello.


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