La elección indirecta de los candidatos a las presidenciales ha terminado privando a los partidos de la influencia que tenían. Hoy las primarias están en manos de activistas, ideólogos y lobistas.
El periodo electoral que vive Estados Unidos es el más extraño y confuso de toda la historia de las primarias. La carrera elefantina de Donald Trump en la cacharrería del proceso electoral es su principal causa; pero la respuesta del electorado a su populismo y al radicalismo de Bernie Sanders no es menos importante.
La elección indirecta del presidente, interponiendo al colegio electoral, fue concebida por los autores de la Constitución para impedir el peligro de que las elecciones presidenciales se convirtieran en un plebiscito populista. En el pasado, los próceres de los partidos, en conjunción con alcaldes, gobernadores y congresistas, eran quienes prácticamente elegían a los delegados de los Estados. A principios del siglo XX se intentó democratizar su elección mediante el sistema de las primarias que, además, servían para probar la viabilidad electoral de los candidatos. La ola radical que agitó al país en 1968 indujo a ambos partidos a convertir las primarias en unas auténticas elecciones que equivalen, paradójicamente, al plebiscito que se quería evitar: ha privado a los partidos de la influencia que tenían y entregado las primarias a los activistas, ideólogos y lobistas que ahora priman en el sistema electoral, bien asistidos por la vorágine de los medios de comunicación social
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