El 5 de agosto de 2014, el arzobispo de San Salvador, monseñor Luis Escobar, se lamentó en una homilía de que «el nivel de autodestrucción que vivimos tristemente es tal, que nos amenaza con el hundimiento nacional.
Estamos a punto de ser lo que se llama un Estado fallido», una frase lapidaria que rápidamente fue contestada por el entonces recién elegido presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, quien negó esa condición puesto que «el Estado sigue funcionando, sigue desarrollando sus misiones de educación, llevando servicio a la población, garantizando la seguridad, garantizando la justicia»1 .
Desde esas declaraciones, hace ahora ya dos años, lo cierto y verdad es que la situación interna del país no ha mejorado. Por ello, de no ponerse remedio a esta situación �ya sea invirtiendo más en seguridad y/o solicitando el concurso de la comunidad internacional�, es muy probable que El Salvador termine convirtiéndose en un Estado fallido y en santuario de delincuentes, al igual que Somalia. El peligro lamentablemente es real.
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