En 1892, un indeciso Ignacio Zuloaga viaja a Sevilla para trabajar como pagador de una compañía minera, y remediar así su precaria situación económica. Sin embargo, este propósito se trunca rápido. Atraído por la luz y la voluptuosidad meridionales, el joven pintor no tarda en retomar los pinceles en sendos talleres ubicados en la Casa de los Artistas y en Alcalá de Guadaira. Su fascinación por floristas, bailaoras y toreros cristaliza en medio centenar de obras que revierten los tópicos del posromanticismo, hasta alcanzar un punto culminante con el cuadro Víspera de la corrida, antesala de sus triunfos internacionales.
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