Que los animales no piensan, que no son racionales, que no saben que van a morir, que son ajenos a toda moral, que son inferiores al hombre, etcétera, son tópicos que no sólo han sido cultivados y repetidos una y otra vez por el llamado “sentido común”, sino que para nuestro pesar son lugares que la propia filosofía occidental ha cultivado muchas veces sin el menor reparo, sin el menor asomo de sospecha de que quizá habría que replantear nuestros lugares comunes y someterlos a una reflexión. No se trata simplemente de afirmar lo contrario, de decir que los animales “sí son racionales”, “sí piensan”, “sí saben que van a morir”, más bien, antes de hacer afirmaciones tan temerarias —porque tan temerario es otorgarles tales particularidades como negárselas—, se trata de indagar al menos dos cosas: en primer lugar, saber por qué hemos dado tal lugar a los animales, por qué los hemos caracterizado irremediablemente como inferiores y, en segundo, sería interesante saber si han existido en la historia de la filosofía occidental otras maneras de contemplar la animalidad, otras formas de acercarse a ella.
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