En el instante mismo del 20 de julio de 1963 en que Neil Armstrong marcó la huella del hombre en el suelo de la luna, arreciaron las lamentaciones por la agonía de la literatura. O, si se quiere, de las letras, para el caso de querer precisar en lo escrito aquello que por sí es un infinito de creación, sutileza y adivinación, y por lo tanto imposible de amenguar con la limitación de definiciones exáctas.
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