En Bogotá, los jóvenes desesperados siguen el curso del río San Francisco, cuyo caudal aumenta, a cierta distancia de la ciudad, otros suntuosos torrentes de las Cordilleras. Más allá de la confluencia, se precipitan aquellos al abismo del Salto de Tequendama, cuyo trueno ahoga su grito, desaparecen en medio de los vapores y de la espuma. Es una caída de 130 metros. Ni el menor riesgo de salvación.
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