Los concursos literarios de mayor prestigio arrojan un resultado obviamente positivo: destacan autores nuevos que de otra manera, por la sola vía privada, hubieran tardado quizá demasiado en aparecer, o -según ha ocurrido con más frecuencia de la que suele admitirse- se hubieran sumergido. Y cuando se trata de concursos internacionales como el que se viene celebrando en España desde 1943 bajo el nombre de Nadal, el ganador se compromete de entrada con un público poco menos que mundial.
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