Desde hace años, cuando publiqué una inofensiva nota refiriéndome a los nadaístas como a extranjeros en su propio país a quienes interesaba más los efectos del ecuanil que el más atroz genocidio de coterráneos suyos, dudé reiteradamente de si valdría la pena ensayar una exégesis sobre la irrupción de estos jóvenes iconoclastas en el ámbito del interés público.
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