El último desenlace de Rómulo Gallegos careció de los imprevistos giros con que salpicó su extensa obra de narrador. Se extinguió con una pasmosa naturalidad, en un tránsito lento y demasiado obvio, poniéndole fin en uno de los amaneceres vacíos de la Semana Mayor a una agonía que tuvo filialmente crispada a Venezuela. Una compenetración tan absoluta entre Gallegos y su país, y, por extensión, con la América Latina, merecían este postrer acto que confirma su invaluable lección: la lealtad del escritor consigo mismo, por lo tanto con sus gentes, y en Consecuencia su altivez de combatiente.
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