Hace algunas décadas, los cines de barrio eran esas ventanas por la que nuestro mayores podían asomarse y soñar con otros mundos posibles, lejos de la pertinaz grisura de un país que olía a cuartel mal ventilado, a humedades de sacristía, a fritanga de pobres y a miedo. programas dobles donde se colaban algunas grandes obras de la cinematografía nacional e internacional y una cantidad ingente de peliculitas con vocación de anestesia local (rescatadas en la actualidad, de tanto en tanto, por algún programa vespertino de la televisión, para delicia de algún ministro de cultura).
Una larga noche franquista que algunos obreros de la comunicación visual contribuyeron a iluminar con sus carteles, auténtica promesa y preámbulo de la magia del cine. Pero con la aparición del vídeo, muchas de aquellas salas, cuyo aroma a desinfectante, palomitas y colonia barata forma parte de la memoria sentimental de un país, dieron paso a un aparcamiento o a un bingo. Algunas se reciclaron en multicines y pudieron sobrevivir a duras penas. Aquellos bravos cartelistas vieron declinar las dimensiones de su talento en pequeñas carátulas de vídeo, siendo maestros de un arte ya si disciípulos.
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