El cine comenzó muy pronto a ser vehículo de propaganda bélica: ya en abril de 1898, cuando Estados Unidos acababa de declarar la guerra a España, el incipiente público cinematográfico americano pudo entusiasmarse viendo como la odiada bandera española era arriada violentamente y sustituida por su Old Glory en un plano totalmente prefabricado de contundente simbolismo patriótico1 . Cuando en 1917 el país que ya era hegemónico en el continente americano decidió intervenir en las disputas europeas, el cine ya no era un espectáculo de barraca de feria sino una auténtica industria, cada vez más floreciente y, por consiguiente, tan ligada a los intereses económicos de la nación como la de armamento o cualquier otra; no es de extrañar, pues, que apoyara con gran ahínco el esfuerzo bélico, exaltando las virtudes propias y las miserias ajenas.
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