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El Misterio De Los Santos Inocentes

  • Autores: Fidencio Aguilar Víquez
  • Localización: Xihmai, ISSN-e 1870-6703, Vol. 5, Nº. 10, 2010 (Ejemplar dedicado a: Xihmai No. 10)
  • Idioma: español
  • Es reseña de:

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  • Resumen
    •     Charles Pèguy (1873-1914) escribió El misterio de los santos inocentes en 1912; junto con El misterio del pórtico de la segunda virtud y El misterio de la caridad de Juana de Arco, constituye la trilogía que permite llamarlo el poeta de la esperanza. Porque, en efecto, no se puede vivir sin esperanza, sin mirar hacia delante, bajo un horizonte abierto, aun contra toda adversidad.   El vaivén del ritmo, pero más el ritmo que penetra el sentimiento, mejor dicho, la sensibilidad para poder mirar y sentir el corazón de Dios como padre, que es el primero que espera (espera que el hombre se le abandone, le confíe, deje de llenarse la cabeza de tanta banalidad). En la obra reseñada se establece el diálogo entre madame Gervaise y Jeannette; la primera es la parte  mística (una  monja)  y la segunda  representa  la parte terrenal (una adolescente que quiere la justicia: en realidad es Juana de Arco, a quien Pèguy admiraba tanto).   Madame Gervaise representa la voz de lo alto; en realidad, es el propio Pèguy haciendo  hablar  al  padre  Dios.  Yo  soy,  dice  Dios,  el  padre  de  las  tres virtudes. La fe representa dos mil años de cristianismo, la Iglesia milenaria que ha durado a lo largo del tiempo. La caridad figura las obras del cristianismo, la gente que ha dado su existencia asistiendo, ayudando y acompañando a los demás, en sus dolores, enfermedades y   miserias; la caridad ha durado a lo largo del tiempo y hasta la eternidad, durante la eternidad y más allá de la eternidad.   Pero la esperanza, dice Dios, es como una niña que no se preocupa, como no se preocupan los niños y sólo juegan en su casa, en la escuela o en la calle. La esperanza es como una niña que todas las mañanas se levanta y da los buenos días; es como un brote  frágil que nace los primeros días de abril. Y sin ese brote no existiría lo grande; las cosas excelsas, los hombres magnánimos y las mujeres que han comenzado siendo pequeños, indefensos, frágiles, inocentes. Sin lo inocente no hay grandeza.   “Si  no  os  hacéis  como  niños”,  recuerda  Pèguy,  si  no  recuperamos  la inocencia, la inocencia de lo cotidiano, de lo simple y lo sencillo, del día a día, de la esperanza de cada día, sin eso, “no entraréis al reino de los cielos”. Si no nos abandonamos, como los niños se abandonan y se despreocupan, si estamos siempre, vuelta y vuelta, con tantas cosas en la cabeza, perderemos lo más preciado de nosotros mismos: nuestros anhelos de Infinito.   Sólo la noche, a veces, logra vencernos. Por eso Dios la glorifica: “Me das honor y gloria/ pues obtienes a veces lo más difícil del mundo, /la renuncia del hombre, / el abandono del hombre en mis manos.” (p. 14).   Yo soy su padre, dice Dios, Padre nuestro…; y quien ha rezado su Padrenuestro puede dormir tranquilo, puede confiar y abandonarse, porque, dice Dios, no voy a pillar a mis hijos, no voy a sorprenderlo para ponerle trampas. No voy a hacerlo, dice, con un hijo mío que se ha pasado todo el día trabajando y ganando el pan con el sudor de su frente.   “El que ha rezado su oración, Padre nuestro que estás en los cielos, coloca entre  él  y  yo  /  una  barrera  infranqueable  para  mi  cólera.  /  Y  puede abandonarse al sueño de la noche.” (p. 48). Esa es la esperanza. Y Dios no le pide al hombre grandes obras, grandes hazañas, grandes gestas; no, le pide que se abandone, que todas las noches, todos los días, mejor dicho, cada día, se abandone, en un acto de confianza, en un acto de esperanza. Que es la más pequeña de las virtudes, pero es como una niña, o como un niño, como el hijo pequeño de una familia: no trabaja, pero todo trabaja para que se encuentre bien.   “En cada familia –dice Dios- hay un hijo pequeño. / Que es el más tierno.” (p. 86). Como el Benjamín de la casa de Jacob, ese hijo que el lugarteniente del faraón (su hermano José el soñador) hizo retener para exigir ver al patriarca.  Y  por  ese  hijo  pequeño  (a  quien  su  hermano  José  amaba entrañablemente) todo el pueblo se movilizó. Porque por los niños se trabaja y se moviliza todo: para que no dejen de jugar y no pierdan la inocencia.     Y gracias a ese acto, por el Benjamín de la familia, todo el pueblo fue salvado (Egipto salvó a Israel de la terrible hambruna). Y así, dice Dios, por mi Hijo, el Egipto eterno salva al Israel terrenal.   Pèguy juega con la imagen del Egipto bíblico como figura salvadora de la terrible hambruna; ahí, a donde acudió Israel para salvarse; ahí acude nuevamente Jesús, el nuevo Israel, para salvarse de la mano de Herodes.   Jeannette dice entonces: “Y ahora nosotros somos ese pueblo acuciado por el hambre. / Y clamamos a Dios, / pidiéndole víveres.” (p. 101)   Pero Egipto no hubiese salvado a Israel si José no hubiese sido vendido por sus hermanos a los mercaderes egipcios. Si no hubiese tomado ese lugar, aun con la envidia y la traición y el engaño de sus hermanos.   El Egipto carnal es imagen del Egipto eterno, como José la imagen de Jesús. De manera que Egipto representaba la salvación, para Jesús; para el cumplimiento de su misión. Por eso huyó a Egipto. Y aquí entra la imagen de los Santos inocentes, de esos niños que no sabían nada, que no eran conscientes, que no conocían lo que ocurría, que eran la más pura e innata inocencia.   “Quedará escrito, dice Dios, que de tantos santos y de tantos/ mártires/ Los únicos que serán realmente blanco/ Realmente puros./ Los únicos que estarán realmente sin mancha serán/ Esos desgraciados niños a los que los soldados de Herodes/ Degollaron en brazos de su madre./ Oh, santos Inocentes, seréis vosotros los únicos./ Entonces, Santos Inocentes, seréis vosotros los puros./ Entonces, Santos Inocentes, seréis vosotros los blancos y los/ sin mancha.” (p. 156).   Porque han tomado, escribe Pèguy, el lugar del Hijo (de mi Hijo, dice Dios). Ellos juegan en la eternidad, en el Egipto eterno, con sus coronas de mártires. “Eso es lo que pasa en mi paraíso. A qué se puede jugar/ Con una palma y con coronas de mártires.” (p. 179).   Se trata, como puede apreciar el lector, de poesía. No es un discurso filosófico, ni teológico, ni científico. No apela  a la razón, quizá ni a  la voluntad; sino al sentimiento, a la sensibilidad mejor dicho, a nuestra sensibilidad para entrever en las cosas sencillas y cotidianas la grandeza de nuestra vida, de nuestro ser y de nuestra vocación.   No es un libro dividido en capítulos; no es una novela ni un ensayo. Es una poesía que destaca y descubre una sensibilidad que, más allá de lo religioso, apunta a nuestra sensibilidad a flor de piel por las cosas simples. Con todo y que hay, a lo largo de la obra, intuiciones que podrían servir a quienes nos dedicamos a la investigación y a la educación superior.   He aquí el fragmento:   “Mandamos a los niños a la escuela, dice Dios./ Creo que para olvidar lo poco que saben./ Mejor  haríamos  en  mandar  a  la  escuela  a  los padres./ Ellos sí que lo necesitan./ Pero, naturalmente, haría falta una escuela mía. Y no una escuela de hombres.” (p. 136)   Cumple, pues, el texto con su cometido: suscitar el sentimiento y la sensibilidad de lo bello y por lo bello.                                


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