A mediados de febrero de 1898, era elevadísima la tensión entre Madrid y Washington. La prensa amarilla norteamericana incitaba diariamente a la intervención de su país en Cuba, España, por su lado, no se ahorraba los errores, como el carta del embajador español en la capital norte-americana, Dupuy de Lome, que se despachaba en apreciaciones despectivas contra el presidente MacKinley. En Cuba, el Consejo de Secretarios, presidido por José María Gálvez, vivía en la soledad, aunque seguía luchando por imponer la fórmula autonomista; los soldados españoles continuaban persiguiendo a los guerrilleros independentitas y muriendo como moscas en los hospitales a causa de las enfermedades tropicales. Así estaban las cosas cuando, a las 21.30 del 15 de febrero, dos explosiones destrozaban al acorazado norteamericano "Maine". El Desastre entraba en su recta final.
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