Finalmente, supongamos, sucedió.
En el día a día inmediato del ciudadano catalán tampoco se notó, de entrada, una transformación demasiado apreciable. La presencia de signos patrios españoles en Cataluña era ya francamente insignificante, poco más que alguna bandera en edificios oficiales, sobre todo del gobierno central, una minoría de los existentes.
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