La euforia de los brasileños por el ciclo de prosperidad de los últimos años se ha disipado dando paso a una sociedad más madura y exigente con sus dirigentes. Las masivas protestas ciudadanas marcarán la campaña de las elecciones presidenciales del próximo octubre.
Cuando se anunció, en 2007, que Brasil sería la sede del Mundial de Fútbol de 2014 y, de las Olimpiadas de 2016, los brasileños sentimos que, al atribuirle tamaña responsabilidad, la comunidad internacional compartía la misma confianza que se vivía en el país. En aquel momento los brasileños nos convencimos de que el eterno "país del futuro" - según el cliché - finalmente se estaba plasmando en el presente. Los megaeventos deportivos ayudarían a atraer masivas inversiones en sectores estratégicos y, por ende, a garantizar el ritmo continuado de crecimiento económico de la última década. Darían visibilidad internacional a un país confiado en que empezaba a superar un largo pasado de carencias internas y vulnerabilidad externa, para cumplir con el potencial que sus dimensiones y diversidad siempre prometieron.
Pasados siete años y ante el espectáculo del Mundial, algo de la euforia inevitablemente se ha ido disipando. Algunos cronogramas de obras se han demorado y la economía ya no vive el auge anterior. Anticipándose a las elecciones del próximo octubre, algunos analistas empiezan a preguntarse cómo se evitará el agotamiento del ciclo de prosperidad que sacó a millones de brasileños de la extrema indigencia. El repunte reciente de la inflación, sin que se logre reactivar el nivel del consumo agregado, deja patente que se ha agotado el modelo de crecimiento impulsado a partir del crédito abundante.
Sin embargo, la insistente pregunta que hoy se hace el hombre de la calle es mucho más incisiva: ¿por qué pagamos impuestos de "primer mundo" y recibimos servicios de "tercer mundo"? Esa pregunta se impuso por encima de los usuales discursos ideológicos y vuelos retóricos para aterrizar en las protestas que se registran desde el año pasado. Las palabras de orden repetidas por los manifestantes no dejan dudas: quieren un Estado más eficiente, que brinde mejores servicios, más que nada en transporte, salud y educación.
Esa ola de peticiones asombró a la clase política: después de los excepcionales avances en los indicadores socioeconómicos de los últimos años en favor sobre todo de las clases menos pudientes, ¿de qué se quejaban los ciudadanos?.
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