Un genocidio no se detiene con ayuda humanitaria. Hay un antes y un después de Ruanda. La falta de respuesta internacional a las matanzas y la masiva asistencia posterior a la crisis de refugiados mostraron hasta qué punto la acción humanitaria puede ser manipulada.
Hace 20 años, entre el 7 de abril y el 1 de julio de 1994, en apenas 100 días, más de 800.000 personas, en su mayoría pertenecientes a la minoría tutsi, fueron asesinadas en Ruanda. Se empleó una brutalidad y crueldad inimaginables, la mayoría murieron a machetazos, siguiendo un plan meticuloso. Unas 10.000 personas, según Naciones Unidas, fueron asesinadas cada día, casi siempre por sus propios vecinos o por las milicias Interahamwe, siguiendo instrucciones y bajo la supervisión de las autoridades, la policía y el ejército.
Este horror no llegó de forma inesperada. Sobradamente conocidos e identificables, la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas (Radio Télévision Libre des Mille Collines, RTLM) y la revista Kangura, que instigaban al odio contra los tutsis e incitaban a su exterminio desde años antes, intensificaron sus mensajes en los meses anteriores al genocidio. El entrenamiento de los Interahamwe y su presencia eran muy evidentes en 1994. Como relata Alison des Forges, en Leave no One to Tell the Story (Human Rights Watch, 1999), los gobiernos de Francia, Bélgica y Estados Unidos sabían de los preparativos para perpetrar masacres en Ruanda con antelación.
De hecho, el genocidio era perfectamente previsible. Tres meses antes, en enero, en un fax enviado a la Oficina de las Fuerzas de Mantenimiento de la Paz (FPNU) en Nueva York - liderada entonces por Kofi Annan - , el general Roméo Dallaire, comandante de la Misión de la ONU en Ruanda (Unamir), describía en detalle los planes de preparación de exterminio de la minoría tutsi. Este fax y los cinco similares que siguieron, más todas las señales de alerta, fueron ignorados.
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