Desde hace algún tiempo, y curiosamente coincidiendo con el centenario de su nacimiento, muchas voces vienen anunciando la inevitable muerte del cine. Las cifras del torrencial vaciado de las salas son irrebatibles, y múltiples las posibles razones que se congregan para dar con su explicación. El precio de las entradas, la comodidad del consumo doméstico, la piratería, e incluso la baja calidad de los productos que se estrenan en las salas comerciales, son motivos comúnmente defendidos. Sin embargo, todos aquellos que con premura ansiaban encontrar su cadáver no logran encontrarlo, y es que puede que el cine no haya muerto, sino que haya cambiado de aspecto. Asistimos a un panorama de crisis de ideas, donde las secuelas, las precuelas, los remakes, las parodias, los pastiches, las adaptaciones y las trilogías copan el cine que se estrena en el circuito hollywoodiense actual � y en casi todo el mundo por ende � y que dista mucho de resultar para el espectador la experiencia que suponía en otros tiempos.
¿Pero qué ha sucedido para encontrarnos en este punto? ¿En qué manera la cotidianeidad del consumo cinematográfico se ha erigido el principal reclamo del espectador que ahora decide ver cine en su hogar? Y aún más, ¿de qué manera la industria cinematográfica ha sabido hacerse un hueco en el discurso del audiovisual televisivo como vía de escape a algunas de las propuestas más interesantes y diferentes de lo que se exhibe en la gran pantalla? Lo cierto es que la vida actual exige entretenimientos cortos, a mano, y apuestas de calidad, por lo que la industria norteamericana ha encontrado en el sofá de la sala de estar de los hogares, en formatos fragmentados de cuarenta minutos, y en la televisión como ventana de distribución, la forma perfecta de la evolución de la ficción narrativa contemporánea: las series de televisión.
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