La autonomía proclamada el 1 de enero de 1898 era, sin duda, una buena idea, pero había nacido con una década de retraso y, por tanto, carecía de toda viabilidad. La sustitución de un guerrero implacable, Weyler, por un capitán general negociador pero indeciso y mal informado, Blanco, no sería el mejor apoyo para el Consejo de Secretarios, encargado del Gobierno autónomo. En Madrid reinaba en los primeros días de enero de 1898 un expectante optimismo; en La Habana, mientras los autonomistas trataban de gobernar y Blanco presumía de haber mejorado la situación, se cocinaba el Desastre.
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