Resulta verdaderamente extraño que, con alguna frecuencia, personas que se consideran cristianas lleven -o llevemos- una vida en la que parece no haber sucedido nada en relación con su forma de pensar, de sentir y de vivir. Se trata de cristianos cuyas señas de identidad parecen agotarse en su pertenencia a la sociedad visible de la Iglesia, las prácticas culturales o la afirmación de determinadas verdades objeto de sus creencias. La razón de este hecho puede estar en la deficiente comprensión de la fe, teóricamente aceptada como centro de la vida cristiana, pero reducida de hecho a una virtud infundida por Dios en el momento del bautismo, que capacitaría a las personas para afirmar verdades sobre Dios, Jesucristo, la Iglesia y la vida eterna, reveladas por Dios y enseñadas por la Iglesia; un don que se trataría de no perder o conservar a lo largo de la vida.
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