En innumerables ocasiones nos servimos del cine como un medio a través del cual analizar la realidad. Sus modos de representación adquieren, desde la escritura de ficción, una relevancia incuestionable por cuanto procuran una lectura del mundo que nos devuelve nuestra propia imagen e, incluso, nos propone nuevas (Imbert, 2010).
En el caso del cine documental político y militante, la mirada sobre el ser humano se adivina mucho más compleja. La realidad se entiende como referente y también como lugar desde el que establecer un diálogo que permita desplazar a un segundo término la importancia de la representación como proceso inherente a la construcción fílmica. No es este el fin último del documental de intervención, sino más bien la producción de procesos abiertos, inacabados desde la lógica narrativa y precisamente por ello expuestos a una constante revisión y reescritura.
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