Cuando en 1402 el cronista galés Adam de Usk atravesó en un carro de bueyes el remoto y salvaje paso suizo del San Gotardo de camino a Roma, sintió tal pánico que pidió a sus guías que le vendaran los ojos para no mirar.
No fue el primero en desear que hubiera otro modo de cruzar las montañas. Durante miles de años, los Alpes han sido la gran barrera para viajar y comerciar en Europa. Atravesarlos significaba un viaje interminable, a menudo peligroso, y como mínimo, un duro trayecto cuesta arriba.
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